Siempre me ha producido una especial fascinación las estaciones de tren, y no menos los trenes.
Cuando era pequeño iba con mi madre a Madrid a casa de mi tía, al menos una vez al año. Siempre de noche, mejor dicho de madrugada. Me dolían los párpados y mi madre me decía que era por el sueño. Yo no quería dormirme. El tren hacía muchas paradas en las estaciones, y sobre todo en Miranda de Ebro, donde se hacía el cambio de máquina. El todas las estaciones la gente se asomaba a las ventanillas para comprar patatas fritas o bocadillos a vendedores ambulantes; otros bajaban al bar de la estación. Una vez mi madre me propuso bajar para comprar algún bollo o similar, a lo que yo me negué por miedo a que después no pudiéramos coger el tren nuevamente.
El interior de los vagones consistía en un estrecho pasillo donde la gente iba y venía, y unos compartimentos con asientos corridos enfrentados, donde en la parte superior se depositaban los bolsos de mano o maletas. Junto a la ventanilla había una mesa abatible. El compartimento se cerraba con una puerta corredera acristalada.
Veía el amanecer a través de la ventanilla sin quitar la vista a los cables de teléfono y de energía eléctrica que subían y bajaban hipnóticamente colgados de los postes. No me gustaban los túneles; me aburrían. Los nuevos paisajes tan secos me llamaban la atención y echaba de menos el verde de Euskadi. A la vuelta cuando empezaba a verlo, me hacía sentir en casa.
Qué linda la historia... A mí me encanta viajar en tren...
ResponderEliminarMe gusta mucho la foto, como con esa niebla que rodea a la modelo y la estación desenfocada detrás...
Gracias Eva. Me anima mucho tus palabras :)
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